domingo, 24 de agosto de 2014

Dormida en el sillón

               Recubre el silencio del comedor el zumbido ininterrumpido de la pc. Si una persona se colgara mirando la nada, con los ojos abiertos, pasmados, tiesos, seguro sonaría igual.
Granizan las teclas que retumban en mis yemas, me asusta su modo de quebrar el comedor, porque mamá duerme. Se durmió en el sillón. Con lo difícil que era que mamá se duerma en el sillón...
               Yo sé que duerme ahora porque se tranquilizó pero es una tranquilidad que inquieta. Igual que el teclado ahora, igual que la pc. Suenan con calma pero es tal el silencio, que no calman nada...
               Una vez escuché a una mujer decir que las cosas de los que se mueren deberían irse con ellos. Yo pienso que tiene razón. Es tan macabro que existan cuando la persona que les dio vida no vive. Permanecen igual de muertas, y uno verdaderamente no sabe qué hacer con ellas.
               La plancha de acero descansa en la repisa de la habitación y yo ni siquiera estoy segura de que sea de acero. El reloj, que no anda pero late, también está ahí, al lado de la foto que no tiene referencia, que se marchitó con los años. Si era de la tía o del tío, si lo trajeron cuando volvieron a Buenos Aires o fue un recuerdo de Tres Arroyos ni bien falleció su madre son detalles que no recuerdo. No es que no los sepa, me los contó mi abuelo, pero yo no lo recuerdo. Qué paraíso las historias…La primera vez que las escuchás, son eternas, y se figuran como una fotografía. Pero comienza a pasar el tiempo y parecen pudrirse, como si se formara una especie de cera en su alrededor, se ensucian, y cuando el tiempo ya es considerable se ponen tiesas...hasta pareciera, en su lugar, que oís un zumbido. Ahora el narrador se fue, y las cosas quedaron, y yo no recuerdo las anécdotas. O las recuerdo todas, las recuerdo tanto que se mezclan… ¿Cómo voy a explicarles que tienen que guardar la plancha y mirar el reloj y memorizar la foto, como yo lo hice, porque es ahí donde están las anécdotas, si ni siquiera puedo recordarlas? ¿Cómo hacerlos entender que las anécdotas son la historia, y en la historia está él?
               Tal vez deba esforzarme más, mirarlos por largo rato, perderme en las formas, en los tonos. Mirarlos sin parar, olerlos, tocarlos. Quizás deba llamar a la familia, buscar patrones, pedir referencias. Quizás deba escribir todo lo que recuerde, todo lo que se pueda escribir de todo lo que recuerdo. Quizás eso no sirva, quizás no encuentre los resultados que pretendí. Incluso, quizás, puede que encuentre otros.
               Tal vez sea momento de comprender que ellos no van a conocer a mi abuelo.

jueves, 29 de mayo de 2014

Un árbol

               Un árbol se paró tan contundentemente frente a mis ojos que fue prácticamente inevitable no pensar en la plaza. Las plazas. La plaza que lleva tu nombre.
Me pregunté, entonces, quién habrá sido el absurdo que pensó, alguna vez, que ponerle a las plazas nombres de mártires, inmaculados héroes de la nación, guerras, presidentes o bohemios era una opción inteligente. Todos aquellos que fuimos primer beso de delantal arrugado a la salida del colegio sabemos que las plazas (y también los parques, mismo embrión de esa gestación) llevan nombres propios, sin apellido, claro, porque no es necesario. Si tan sólo con el nombre alcanzamos el rostro, y basta tan sólo ese rostro para pensar en esa plaza. Con los años, las plazas se convierten en esquinas, las esquinas en estaciones de subte, y las estaciones de subte en asfaltos. Calles, veredas, avenidas. Buenos Aires es un mar de rostros que nunca conoceré pero que todos pensamos, con la nostalgia porteña, única del que es de acá.

               Un árbol se paró tan contundentemente frente a mis ojos que tu plaza se hizo presente en mi memoria y en la calle. La calle se hizo plaza, y la plaza, tu plaza, buscó un nombre colectivamente aceptado que no recordé, que no recuerdo y que, pensándolo bien, tampoco pretendo recordar…de todas formas ya es tuya.

               El banco, el pasto, los chicos. El arenero, los juegos, los gritos. El sol de tres de la tarde rayó las hamacas, y los chicos corrían viciados por el crujido de sus suelas contra el piso, las piedritas naranjas. La calesita giraba, pesada de pasado, y el aire se hizo todo olor a garrapiñadas, dulce, tan dulce como vos regalándomelas. Tenés doce años. ¿Lo pienso o lo digo? Me río. Te reís. Y no te das cuenta de que ese aire es todo vos, con el olor, con el sol, con las piedritas. Sos todo vos en las corridas infantiles, y esas suelas desgastadas tendrán siempre un poco de plaza, un poco de vos y un poco de mí, de esto que fuimos mientras éramos eternos. Fue eterno y es eterno. Sos plaza, hamaca, sol, rayón, grito, juego, bocina, avenida, asfalto. Sos el empedrado debajo de ese asfalto. Siempre lo serás y no te das cuenta. No nos damos cuenta.

               Un árbol se paró tan contundentemente frente a mis ojos que tu plaza se hizo presente, y la doblé. La doblé en cuatro. La gente me miró doblar nuestra plaza, puso cara de asco y les dije que no es nuestra, que es sólo tuya, tu plaza, pero no me escucharon y siguieron caminando. Caminan, ¿no te molesta? No. Evidentemente no. Pero es tu plaza, no la mía. Así que trago el sin sabor de mis ganas de guardarla en mi bolsillo, trago el aire que ya emana ese olor, la dulzura, lo trago. La suelto. Se abre. Y la gente ya no camina. Se estira la plaza, se alarga, como si se desperezara y Corrientes es plaza. La gente no camina, para y corre. Corre a tu plaza, y yo los dejo. Dejo que se acerquen, que la miren, la toquen, la prueben. Yo los dejo y ellos me pisan, y entran. Y me olvidan. Yo sonrío.


               Un árbol se para tan contundentemente frente a mis ojos que tu plaza se hace presente, y la doblo. Creo que jamás fue mía.

lunes, 26 de mayo de 2014

La pasión

  Si existe algo inalterable, al punto de determinar tus pensamientos, tus acciones, tus sentimientos y tu vida, eso es la pasión. La pasión moviliza a las personas, las hace quienes realmente son, tu fibra más íntima se halla en ellas porque es justamente cuando actuás sin pasión o en contra de estos motores, cuando dejas de ser vos mismo.
Creo que con el tiempo se ha desvirtuado el término. Implícitamente, en la actualidad, tener una pasión representa tener un deseo, un amor, una razón, un motivo, y eso es algo bueno. Pero lo estuve estudiando, y no resultaba así en sus origines y en realidad no lo resulta ahora tampoco, sólo hemos recortado su semántica. Los griegos sabían que tener un pathos significaba algo tan movilizador, tan importante en la vida de una persona que a la vez reconocían el peso de su ausencia, la necesidad de ello para la persona “apasionada”. Se convierte la pasión, con este detalle, en una atadura, en una correa que limita a su víctima, haciéndolo dependiente de su presencia. Si existe algo inalterable, al punto de determinar tus pensamientos, tus acciones, tus sentimientos y tu vida, eso es la pasión…
Yo fui y soy testigo de esto porque siempre tuve la misma pasión, la misma que me dio alegrías, satisfacciones, la misma que me produjo un enorme pesar. Me gusta sentarme en un banco de la plaza a mirar a la gente. Supongo que estarás pensando que se trata de algo bastante simple, inofensivo, hasta gracioso. Pero pude comprobar que no resultó así por el hecho de que no es un simple pasatiempo, un chiste o un experimento, es mi pasión. Y no termina aquí: Salgo a la calle a mirar los rostros de la gente y a adivinar su vida.
En las tardes en que me dirigía a la plaza para desarrollar esta habilidad (porque puedo asegurarte que soy muy bueno en esto) no lograba esperar hasta llegar y comenzaba mi tarea en el mismísimo recorrido de las seis cuadras que separaban mi hogar de mi querida plaza. Cuando miro a una persona y me atrapa, no logro despegar mis ojos de ella. Ubico todo de sí: en un principio, de forma general. Su contextura física, su altura, su peso aproximado, los juegos de su cuerpo, las ondas que sus huesos van cavando en su piel, desde su pecho hasta las rodillas incluyendo, por supuesto, brazos y manos; la cabeza y los pies son cosa aparte. En este primer momento también hago foco en su vestimenta, las telas, las texturas, los motivos, los diseños: todo quiere decirme algo y lo hace. Me dicen qué pretende, a dónde va, por qué se dirige allí, cuáles son sus intenciones. Me dicen su edad y la edad que pretende mostrar, lo que piensa de sí mismo y lo que cree que la gente piensa de sí (es increíble cómo las personas no pueden evitar la opinión de los otros). En segundo lugar, los pies, extremidades maravillosas del cuerpo humano. Tanta variedad para lucir en ellos y tanto dicho en esa precisa elección. Y la gente cree que es azaroso, si supieran cuán poco arbitrarias son sus elecciones, si percibieran, como yo, los mensajes… A partir de los pies logro conocer la historia de las personas. Todo su pasado, su enseñanza, sus maneras. El calzado cerrado, abierto, estampado, natural, de cuero real, de cuero sintético nuevo, viejo, usado, prestado, roto, remendado, con tacones, chatos, del número correcto, más grandes, más chicos… ¿es que no se dan cuenta de lo obvios que son? La moral de las personas esta explícita en los pies, su historia, sus valores, no logro comprender cómo no lo ven.
Por último, y esto es a lo que presto más detenimiento, mi parte favorita…el rostro. Cada centímetro de los rostros humanos guarda los secretos más resguardados por sus conscientes e inconscientes. La vida nos va dejando marcas, surcos, algunos más profundos que otros, pero todos están ahí, todos los momentos que nos han tocado pasar, con nuestras resoluciones, nuestras frustraciones…es un libro abierto un rostro visto de frente. El secreto mayor, claramente, se guarda en los ojos…en la mirada, más que en los ojos…
Seguramente vos sabrás comprender del complejo arte que guarda esta tarea si uno se encuentra caminando por la calle, es por eso que elegía la plaza, pero bueno, esas seis cuadras…se me hacía imposible contenerme.
Pero todo se perdió de control cuando mi padre comenzó a viajar. Yo claramente, lo seguía a donde fuera, en principio porque tenía cerca de dieciséis años y una madre recientemente suicidada, con lo cual no era conveniente que me quedase solo (eso le decía la psicoterapeuta de papá a él, yo siempre me opuse), en segundo lugar porque se trataban de viajes impensables, inalcanzables y económicamente imposibles para mucha gente y el contacto con estas sociedades tan particulares y lejanas a mi realidad me brindarían mucha cultura general (nuevamente, afortunado aporte de la doctora). Por estos dos estúpidos motivos conocí Latinoamérica y Europa por completos, parte de África y parte de Asia. En cada lugar me acompañó, me condujo, y me persiguió mi pasión. A diferencia de cuando estaba en mi casa no podía irme a una plaza tranquila tras el recorrido calmo de seis cuadras, tenía que mantenerme en los deslumbrantes hoteles, tras los relucientes vidrios de sus ventanales inmensos, no me era posible trabajar con tranquilidad de esta manera.
Un día, sin soportarlo más, en las afueras de Jaipur, en la India, me escape de nuestra residencia. Corrí prácticamente sin pensarlo, sin mirar nada, sintiendo el viento golpeándome fuertemente mi rostro, degustando el sabor dulce del placer acercándose, sabiendo que tendría un rato, al menos un rato de soledad, de observación, de deducción. Era completamente cautivador. En un punto me detuve, no podría decir dónde estaba, cuánto había corrido, por qué esperé allí y no en otro lugar pero fue ahí, en ese momento. Me detuve y contemplé a un hombre que caminaba hacia mí, de frente, a unos quince metros de distancia. Todo de sí fue completamente revelador, y su presencia, que se acercaba cada vez más, me empapaba de datos, de imágenes, de historias, de pensamientos. Pude verlo, en ese momento pude verlo en mi cabeza, con unos quince años paseando perros por el barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires. Pude ver a su familia gritarle, pude ver el dolor en sus ojos, las lágrimas al abrazar a su hermanita, pude verlo, luego, estando en una trinchera, resistiendo al enemigo. Había fuego, gritos, nostalgia, bronca, dolor, miedo, tanto miedo como jamás en mi vida había percibido. Aquellas sensaciones me envolvieron, jamás me había involucrado tanto con un alma que se revelaba ante mí, no entendí por qué, no entendí cómo pero de mis ojos comenzaron a brotar unas lágrimas, saladas, llenas, densas, que recorrían mi rostro. Pensé en mi madre, en el miedo que probablemente habría tenido mi madre…Fue demasiado. Me acerqué a aquel hombre y mi irrupción lo sorprendió tanto que cayó al suelo, yo caí sobre él. Tuve desesperación por abrazarlo, por llorar con él, por decirle que yo lo comprendía, que comprendía todo, que no era necesario que me cuente nada, yo ya lo había visto…pero él no lo comprendió, el aún tenía miedo, me miró con miedo, me golpeó y me empujó, y mucha gente más se acercó, me golpeaban, me gritaban. Las imágenes aparecían y desaparecían en mi cabeza sin parar, el dolor, el odio, el miedo, todo sobre mí, todo revelado.
Mi papá jamás entendió todo aquello, debés imaginar que tuve más de un encuentro con su adorada psicoterapeuta quien diagnosticó una enfermedad crónica de nombre difícil dada por el trauma que me significó el suicidio de mi mamá y mi personalidad neurótica, según ella. Papá tampoco discutió el tema conmigo, eligió un lugar y aquí estoy. Desde ese día me encuentro en mi castillo, no cambio Transilvania por ningún lugar del planeta. La medicación que tomo y la prohibición estricta de salir de este lugar me mantienen calmo, leo mucho, a veces pinto. Mi psicoterapeuta, quien me cae bastante mejor que la de mi papá, me propuso escribir mi historia y eso intenté, aunque acordamos que no la iba a leer. No quiero que nadie la lea. Aunque no vea a los posibles lectores, aunque no vea sus vestimentas, ni sus zapatos ni sus rostros, siento lo que van a pensar, sé lo que pensarían de leer eso. Y tal vez tengan razón…Soy algo irracional y poco coherente.